El vaivén tumultuoso de las hojas
Parecen querer turbar la calma inalterada de la tarde
El silencio reinaba.
El viento entró en remolino
Un salvaje despecho de su alma,
En medio de la densa nube de tierra que arrasaba,
Hizo oír su grito.
El reflejo del cielo a mis ojos se prestaba
Desamparado, sólo, espléndido,
Sacando su belleza, mostrando su desnudez,
Mientras yo, en silencio lo contemplaba.
Seca, sin fe, harta de la ciencia de la vida,
De ese agregado de bajeza: el hombre,
Empalagada de cansancio, de repugnación
Cargada con un arsenal de inmenso despecho
A una guerra sorda me entregué.
La noche ya había llegado;
Tibia, transparente, estrellada;
Parecía una cascada… inmensa
Derramándose sobre la tierra
Levantando polvadera de su agua, al caer.
El fastidio de la noción del tiempo
Asomaba con esquivez su presencia
Mientras inmóvil, sin respirar siquiera, miraba el cielo.
Sentía una extraña agitación en mis adentro
Deseosa de evitar la espera
En una actitud avarienta
Trate de no entregarme a los recuerdos.
Abandonada a mi negro pensamiento
Abismada en mi terrible “nada”
Perseguida por el triste caudal de las experiencias,
Arrastro mi vida por la soledad y el aislamiento.
Insensible y como muerta;
Encerrada tras paredes mudas,
Arrebatada por una corriente destructora
Pienso en mí, en los demás…
En la miseria de vivir.
En el amor: un torpe llamado a los sentidos,
La amistad: un mezquino aprovechamiento
La generosidad, la filantropía, el sacrificio:
Un desafecto hacia si mismo
Nadie halla la gracia de mi amargo escepticismo:
Hija del sufrimiento,
Ni siquiera Dios, absurdo invento de la cobardía del hombre.
Durante las lentas y abrumadas horas de la noche
En la escasa media luz que desprende la luna
Un espiral de negros remolinos;
Un fastidio inimaginable, un odio, me invadía
Galopaba la soledad mi silencio
Y en la densa tiniebla de mi cuarto
Convertida en un sepulcro,
Insensata, permanecía, ensimismada e inmóvil largo tiempo.
De pronto un deseo violento de salir… de andar,
Una fiebre, un furor de movimiento me asaltaba
Caminé… devoré locamente la distancia
Hacia algo que desconocía.
Otra desenfrenada pasión me absorbía
Y se levanta al alba un afán… un afán de matar,
De hacer daño… de lastimar.
Por fin mis horas de calma y quietud
Como si el mal, compadecida,
Me hubiese dado una tregua.
Haciendo caso omiso de aquella limosna
Estremecida aún por mis desenfrenados estímulos
Me detuve a contemplar mi escena;
¿Era eso el orden, la armonía del universo?
¿Era, aquello, Dios revelándose en sus obras?
Una necesidad no menos sentida e imperiosa me seducía
Una esperanza risueña,
Oculta y sumisa en mi ignorancia.
La inercia, la desidia me consume
Volcando un chorro de agua fría, sobre aquel loco entusiasmo
En gesto de impaciencia disimulada
Me incorpore.
Sin poder aguantar más ese infierno
Junto con la luz pálida de la luna
La noche diáfana y serena
Brillaba, acribillada de estrellas.
Reñida a muerte con la sociedad
Cuyas puertas yo misma he cerrado,
Busco un refugio,
Un lleno a mi vacío
A mi amarga misantropía
Protegida de ese mundo aparte e irregular,
Mezcla de escoria humana,
Donde la vida no es más que la representación de la farsa misma.